12 jul 2013

Un gran día


En la entrada anterior me quejaba de no llorar. Las rutinas deportivas son metas imposibles con esta temperatura, esta bajada de peso, esta deshidratación, esta preocupación continua. Me he mareado, cómo no, esta vez lo de siempre: una hipoglucemia; aunque he de destacar que es la primera vez que me mareo en una tienda. Cómo no, el antídoto es una lata de Coca-Cola.

El resto de la tarde, como estaba planeado, ha sido bestial. A una hora temprana nos dirigimos a la cita; buen rollo, la sinceridad y el trato amigable persiste. Nos bajamos, veo a mi cuñada y la estrujo entre mis brazos. Es una persona que se deja llamar “amor” y de las pocas a las que apetece llamárselo. Nos lleva hacia su casa, aunque, antes, tenemos que pasar cierto tramo de Casa del terror. Por extraño que siga sonando, “mi nuevo colega” (aun me extraña decirlo) me coge de la mano para darme seguridad en la subida de esas escaleras irregulares, es gracioso, porque Caramelo hizo lo mismo en esa torre. Llegamos, hay presentaciones.

Claras de huevo que se empeñan en no separarse de la yema, espuma de pelo desperdiciada, un vestido monísimo, galletas, cosquillas, un masaje en la espalda, álbumes fotográficos, risas desenfrenadas, sinceridad, más gente, un café que se cae, consejos para el cuidado del pelo, algún leve mareo, comparaciones genéticas, confesiones castigadas con silencios, promesas… y lo mejor: Una carta y una pulsera.

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