En la entrada anterior me quejaba de no llorar. Las rutinas
deportivas son metas imposibles con esta temperatura, esta bajada de peso, esta
deshidratación, esta preocupación continua. Me he mareado, cómo no, esta vez lo
de siempre: una hipoglucemia; aunque he de destacar que es la primera vez que
me mareo en una tienda. Cómo no, el antídoto es una lata de Coca-Cola.
El resto de la tarde, como estaba planeado, ha sido bestial.
A una hora temprana nos dirigimos a la cita; buen rollo, la sinceridad y el
trato amigable persiste. Nos bajamos, veo a mi cuñada y la estrujo entre mis
brazos. Es una persona que se deja llamar “amor” y de las pocas a las que
apetece llamárselo. Nos lleva hacia su casa, aunque, antes, tenemos que pasar
cierto tramo de Casa del terror. Por extraño que siga sonando, “mi nuevo colega”
(aun me extraña decirlo) me coge de la mano para darme seguridad en la subida
de esas escaleras irregulares, es gracioso, porque Caramelo hizo lo mismo en
esa torre. Llegamos, hay presentaciones.
Claras de huevo que se empeñan en no separarse de la yema,
espuma de pelo desperdiciada, un vestido monísimo, galletas, cosquillas, un
masaje en la espalda, álbumes fotográficos, risas desenfrenadas, sinceridad,
más gente, un café que se cae, consejos para el cuidado del pelo, algún leve
mareo, comparaciones genéticas, confesiones castigadas con silencios, promesas…
y lo mejor: Una carta y una pulsera.
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