Ayer fue un día fuerte, de emociones inigualables. Tres
chicas metidas en escasos metros cuadrados que apenas se conocen, pero con una
confianza asombrosa. Colocación de las toallas, tocará compartir una, aunque la
mía de perritos (una toalla con historia, muy especial) se queda demasiado
pequeña. Varios de los presentes optamos por proteger nuestra piel de la radiación
solar, otros no (malditos kamikazes). “La familia” decide darse un chapuzón,
aunque yo estoy algo indecisa. Comemos nuestros bocadillos, mi cuñada me ayuda
con el mío. De postre, cómo no, “nutella”. Tomamos el sol, abrasamos un poquito
nuestra pie, hasta que nos animamos a meternos en la olímpica; a alguien se le
ocurre cruzarla, y es entonces cuando sucede algo que quisiera olvidar, algo
que anoche trató de impedirme dormir. Por muchas hipoglucemias, síncopes
cardiacos o desmayos que haya sufrido a lo largo de estos años, ayer pasó algo
nuevo, en el agua, la misma que dije hace tiempo que… era peligrosa, era el
origen pero también provocaba tsunamis; bien, a veces no hace falta que sea
agua marina. No estoy criticando a Océano, no tiene nada que ver; solo que ayer
tuve mucho miedo, aunque al final todo terminó bien.
Tras ese “mal trago” todo continuó redondo. Las chicas nos
tomamos un helado mientras ellos siguen en el agua, como los peces. Reparo en
que tengo una bolsa de gominolas, que pronto desaparece, al igual que las “Tucs”
del postre. Llega la hora de irse, y mi sobrina se desprende del grupo. Mi cuñada
y yo compartimos de nuevo el vestuario, mientras a ellos les toca esperarnos en
la entrada. Mi pelo terminó rizado, por supuesto, y mi espalda algo roja, pero
no picaba; a Caramelo sí.
Terminamos yendo a casa, y, como siempre, acabé encerrándome
en una habitación, la habitación. “¿Estás bien?” “No, déjalo. Es normal”. Nos
vamos a la parada del autobús, un autobús que no viene. Y hay lágrimas, unas
lágrimas que me destrozan por dentro, como nunca antes. Mi cabeza empieza a
pensar en mil planes, posibles o improbables; cualquier plan efectivo es
suficiente. Y entonces es cuando me sale abrazar a Caramelo. Me dio igual tener
que ponerme de puntillas, me dio igual la corta duración del abrazo y la respiración
agitada del abrazado. Ahí sí que hubo taquicardia, una bien fuerte. Tomé el
control de la situación, a pesar de todo. No quise escuchar nada más, no quise
que dijera ni una palabra más. Entramos en casa y yo me quedé en el salón. Fui traslúcida,
no transparente. Solo una lágrima brotó de mis ojos, a pesar de que controlé muchísimo
mi sinceridad y mi pulso cardiaco. Regresé a la habitación, pedí un trago de
agua y me senté sobre esa cama, recuerdos de Telepizza. Quise cambiar de tema,
hablar de cualquier otra cosa. Había sido un día perfecto, casi redondo; solo
ovalado por “ese susto” en la piscina y ese momento de debilidad. Mi “ex
contra” me propuso bajar a la calle, para huir de la situación que bien sabía
no iba a soportar. Fuimos al parque, mi parque; ese del que, hace unos años,
huí cierto día de noviembre. Hablamos de todo, me permití ser traslucida con
él, nunca tanto como con Caramelo. No supe cómo agradecerle su actuación en la
piscina; él me confesó que no supo porqué lo hizo, olvidó quién era yo, solo
acortó la distancia. Decidí actualizar el papelito de mi cartera.
Llamadme friki, pero necesito decirlo. No sé a quién
agradecerle… todo lo de ayer: las risas, la ayuda, los helados, el desahogo.
Será Dios, será intervención de Caramelo, tal vez esta “familia” o, quién sabe,
mi hombro. Gracias por un día más.