Estiro mi cama como puedo, mientras una sonrisa escapa de
mis labios al recordar lo que he soñado hoy.
En mi habitación la cama está orientada hacia la puerta,
pero en el sueño no. Estaba en el centro, bajo la lámpara. Y al despertar, ahí estabas
tú, sentado a mi lado, sonriendo al verme abrir los ojos. “¿No has dormido en
el sofá?”, te preguntaba extrañada. “Sí, pero quería verte despertar”, fue tu
respuesta con esa delicadeza en la voz que tuviste ayer, cuando también me
quedé dormida en el sofá. “Ay, mi niño dulce. ¿Y ahora qué piensas hacer?
¿Rescatarme de entre las sábanas y llevarme en brazos a la cocina? Además, no
has preparado el desayuno, ¿verdad?”, ya me había incorporado de la cama e
intentaba arreglarme el pelo. “No me hace falta desayunar. Además, con verte
despertar, me vale”, y me fundes en un abrazo.
Demasiado edulcorado, lo sé. Yo me conformo con la idea de
que en cuestión de días pasaremos la noche juntos. No pasará nada, porque no
tiene porqué. Además estás avisado de todo; a veces lloro, a veces hablo con
Sergio y a veces también tengo pesadillas. Todo será tan fácil como recorrer el
pasillo, verte y dejar que todo se solucione. Pero lo mejor no será eso. Puede que
no salgamos hasta las tantas, pero, una vez cierre la puerta con llave, ya no
estaremos en casa, estaremos en ninguna parte, tú y yo. Entonces podrás
morderme la tripa, besarme con labios sedientos.
Las etapas difíciles, la debilidad, tal vez existan para que
gente como tú aparezcáis y os quedéis.
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