A veces, cada vez con menos frecuencia, siento el impulso de irme a una montaña donde nadie me moleste, donde nadie me encuentre, mirar al horizonte y cerrar los ojos.
A los pocos segundos, empezar a oír susurros del viento, suplicando ser escuchado. La vibrante fuerza del viento contra las hojas.
Y luego tú.
El refugio donde encontrarme parte de un sitio, de tu cama, de tu piel.
Cuenco sobre el que volcar tus venas hinchadas de vida.
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