Platón ya hablaba de la música como una especie de terapia
emocional. “La música es para el alma lo que la gimnasia para el cuerpo”. Bien,
pues a partir de ahí, puedo decir que la música SIEMPRE acompaña mis días. Una
canción que me recuerde un momento concreto, un acorde de guitarra que me haga
cosquillas en la tripa o un piano lento que me haga cerrar los ojos para
apartar todo lo demás. Existe el alcoholismo, los frikimundos o los suicidios
colectivos. Todos buscan huir de la cruda realidad. Pero la música surte el
mismo efecto. Confieso que mis ojos dejan entrever alguna lágrima al oír
ciertos instrumentos. Confieso que desde muy pequeña adoro la música.
Mis circunstancias me limitan y no me permiten tocar ningún instrumento.
Bueno sí: la voz. Un instrumento infravalorado, tal vez, que además conlleva el
uso de palabras, esas que son imprescindibles a la hora de publicar una entrada
más. Mis canciones predilectas no constan exclusivamente de frases bonitas. Un
ejemplo es el single de Pablo Alborán, con ese “Enséñame a rozarte lento”;
antes de ese primer verso, ya hay unos segundos a solas con el piano, incluso
algún tiempo minúsculo de silencio. El alma precisa de tiempo para disfrutar
ciertas maravillas. En este caso, la música. “Rozarte”; la letra se refiere a
dos enamorados, pero yo diría que la música también roza a las personas, roza
los corazones, les hace cosquillas para que sonrían. Es un arte. Yo diría que
el mejor arte, el más polifacético. La música se oye, se escribe, se toca, se
solfea, se siente; con ella se llora, se sonríe, se puede sentir auto
dedicación y, cómo no, se puede soñar. Hay personas concretas, privilegiadas,
que tienen el poder en sus manos; aman la música, y la viven como un modo de expresión.
A quienes se les da mejor gritar sentimientos mediante acordes que con palabras.
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