Hace cuestión de minutos he comprobado que no es precisa
ninguna compañía concreta, ni que el lugar tenga leyenda, ni que el café sea
perfecto.
Para tomar capuccino me quedo en mi casa. Pero hoy he huido
de mi casa, de la monotonía, las frases de siempre, la rutina; había gotas de
lluvia en las aceras y sobre los coches aparcados. He buscado el local más
cercano y, a la vez desconocido, para dejarme llevar con una tacita de café; quién
me iba a decir a mí que un café cortado iba a tener tanto rastro de sabor
caramelizado. Me he acordado de mi “hermano”, cómo no; de su risa al verme
nerviosa, del matiz verde de sus ojos. Y también he recordado la voz
tranquilizadora que, a kilómetros de aquí, me guió el martes pasado hasta J.
Aunque tenga momentos de debilidad y caiga en la tentación casi
cada día, sé que lo estoy dejando poco a poco. Me conviene porque es justamente
lo que necesito para sentirme completa, pero controlo más que nunca las
cantidades; los excesos hacen daño. Tengo sustitutivos, por supuesto, pero a
veces no son suficientes.
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