Como siempre, el café es la batería de ciertos momentos;
cómo no, repantigados en el mismo sofá.
Pienso que este
camarero quiere entrar en el record de “La peor música”, cada día se supera;
pero da igual. Es de los pocos cafés solos que no tienen esa dichosa acidez, las
gominolas de cereza picota glaseadas y el bajo coste de las cañas.
Pero ayer fue diferente. Cómo no, fue necesaria cierta dosis
de cafeína. No tardaron mucho en llegar los besos rápidos, distraídos. “Te
cambio el sitio”, “Déjame dos minutos”, “No muerdas”, “Muerde cuanto quieras,
no hay problema” y, cómo no, “Abrázame”. Sé que he renegado de la Fórmula
secreta, pero nunca dejaré de amar esa sensación: la temperatura ambiental deja
de importar y, aunque suene excesivamente romántico, cualquier sonido
desaparece y las agujas del reloj se paran. Ese abrazo, en ese sofá, recostada
sobre su hombro… me sentí una niña pequeña. Nunca he tenido primos mayores,
pero pienso que, en cierta edad, es la función que cumplen. Abrigar, ayudar y
cuidar. Contra todo lo que pueda pensar este sujeto, aun no tengo pseudónimo
para él, pero me da igual; necesito decírselo.
Gracias por escucharme siempre, por no impacientarte, por
sujetarme cuando estoy mareada, por aconsejarme, por ese chupito que me debías y
por esperarme.
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