Tras despertarme por culpa de una llamada entrante,
estaba tu respiración tras mi espalda y, al abrir los ojos, qué he visto: tus
zapatillas y las mías.
Me he levantado, aun no queriendo alejarme de ti. Y,
tras la llamada, he regresado a tu cama. He insistido en dormir; esta vez
frente a frente, respiraciones encontradas a un par de centímetros. No sé
cuánto he dormido ni si me has acariciado, besado o soñado. Y no me importa. Sé
que entre estas cuatro paredes no hay presiones ni obligaciones que seguir. Por
eso me gusta tanto. Es triste pensar que estoy más cómoda en cualquier sitio
que no es mi habitación, pero por lo menos existe ESE SITIO. Siempre puedo
marearme al levantarme bruscamente, pero ahí estás tú para evitar que caiga,
igual que para “incitarme” a comer un poquito más.
Hace no tanto decías que no me veías delgada, pero
hace muy poquito dijiste la verdad: Debes comer más. Peque; estás un poquito
delgada. Ya no sólo la báscula me dice las verdades. Y, llámame rara, pero me
creo más lo que me dice alguien que me quiere que lo que cuente una maquinita. Sí,
ya lo digo como algo habitual: me quieres y confías en mí. Igual que yo a ti. Igual
que cada vez que me rozas el cuello; por mucho que diga que no quiero que lo
hagas, cuando tus manos erizan la piel de mis hombros siento ardor. Ardor de
amor, dicen, yo creo que es más. Sí, estamos enamorados y tenemos los síntomas
de cualquier mortal en este estado, pero siguen habiendo mil detalles que no
creo que cualquiera pueda sentir. Tal vez por algo tan simple como que nadie es
yo. Contigo se vuelven a reencontrar esas dos grandes cualidades mías:
fortaleza y debilidad. J. decía que era de locos, pero ya me di cuenta de que
no me conoce tanto como ambos creíamos hasta hace poco. Él es de cerveza y día
a día. Nosotros somos de dulces y… más dulces.
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