1 jun 2014

Como de costumbre, tú arreglas mis días grises.

Tras una noche con pocas horas de sueño, he ido a tu casa. Te he encontrado dormido y, como siempre, me has contagiado una ternura ilimitada; mi niño grande, mi peluche, mi boca de besos sabor chocolate. Y, para variar, he estado hablando con tu madre. Se preocupa por mí, me pregunta qué tal duermo y cómo va mi estómago. Y hoy nos ha tocado llorar; digo NOS porque sus ojos han sido mares desbordados a los pocos minutos de que otras lágrimas recorrieran mis mejillas; no me ha dolido, no me avergüenza llorar. Sólo he de decir que su reacción ha sido diferente a la tuya. No por falta de costumbre, sino porque es más como yo.

Entre tanto, has aparecido por la cocina y, mientras yo hablaba con tu madre, me has abrazado por la cintura; debería poner esta frase en negrita porque ha sido lo que más me ha llamado la atención.
En la comida, cómo no tu hermano ha llegado tarde. Pero digo lo mismo que el día que vine de viaje: me encanta ver al familiaridad que cojo con él. Café frío, que no falte. La sobremesa ha seguido entre película y lectura.


En tu habitación ha habido otra gran dosis de mimos, esos que necesitaba desde ayer. También he dormido un poquito, a tu lado, mecida por tu respiración y sintiendo tu olor en las sábanas. Mientras dormía, tu mano se ha juntado a la mía, y ha sido lo primero que he visto al abrir los ojos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario